Comentario
INTRODUCCIÓN
Es ya casi un tópico que no se puede estudiar la obra de un autor sin conocer el medio en que se desenvolvió, su época y su propia aventura personal al paso por la vida, y, a pesar de que lo hayan repetido todos los biógrafos para este o aquel personaje --escritor, autor musical, pintor, etc.--, debemos repetirlo en la ocasión presente, cuando introducimos al lector en el conocimiento de la primera obra americanista del Capitán (ya veremos hasta qué punto lo fue) Gonzalo Fernández de Oviedo. Primer Cronista de Indias, a juicio de alguno de los historiadores, pero sin duda el primero que se plantea la visión conjunta de todo lo americano: lo que allí había y lo que sucedió en el vasto continente por obra del Descubrimiento.
Sí, es necesario conocer el siglo --los dos siglos en que él llegó a vivir-- en el cual desarrolló su vitalidad creadora, las gentes con las que trató y lo que ellas le brindaron o regatearon, así como los acontecimientos que le fueron contemporáneos. Y, naturalmente, cómo se dsenvolvió en el laberinto de estos tiempos, movido por legítimas ambiciones personales.
Por esta razón, en este estudio preliminar del Sumario de Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, hemos de considerar todos estos aspectos, aunque el lector --que busca orientación sobre la acción española en las Indias, por boca (o pluma) de sus protagonistas-- ya esté informado por los otros estudios introductores de esta Colección.
El mundo de Fernández de Oviedo
Fernández de Oviedo nace en un mundo medieval (1478) y le toca desenvolverse, de mozo y de hombre, en un mundo renacentista. Y si decimos medieval no es porque el año de su nacimiento pertenezca al siglo XV, sino porque la sociedad española aún se desenvuelve (porque América no se ha descubierto y porque hay todavía en la península los cinco reinos de la Media Edad) dentro de unas formas de monarquías mediatizadas por la nobleza, especialmente en Castilla. En Castilla se vivía aún en la prepotencia nobiliaria, nacida de las llamadas mercedes enriqueñas, o sea, de las dejaciones que el primer Trastámara --Enrique II, el fratricida de Montiel-- tuviera que conceder a aquellos de cuyo grupo había salido, para que olvidaran su nacimiento bastardo, y lo reconocieran como el soberano de Castilla.
Los Trastámara se habían instalado en el trono aragonés desde comienzos del siglo XV, en la persona de Fernando I, llamado el de Antequera, castellano que llevó consigo a sus intrigantes vástagos --los luego llamados infantes de Aragón, aunque también fueran plenamente castellanos--. Uno de ellos llevaría las armas catalano-aragonesas a días de triunfo en la conquista del reino de Nápoles: Alfonso V, el Magnánimo, prolongado por la hegemonía de la Confederación Aragonesa, tradicional en la Corona de Aragón, por el Mediterráneo. El otro --Juan II-- sería el hábil político que pensó en una unidad peninsular mediante una política matrimonial, que introduciría a su hijo Fernando (el futuro rey Católico) a enlazar con su pariente, la princesa Isabel de Castilla, para que una sola pareja real fuera la dueña de los dos reinos. No olvidemos que en la mecánica política europea del siglo XV --que duraría hasta los finales de la llamada Edad Moderna-- los derechos dinásticos eran la base de la política internacional. En vez de alianzas y pactos, las grandes casas reales europeas echaban mano de las nupcias reales. Un slogan de los Habsburgos austriacos era, poco más o menos: Otros hagan guerras, Austria feliz se casa, y de ello sacarían harto provecho los reyes castellano-aragoneses.
En otras palabras, los tiempos finales del siglo XV, que corresponden a los primeros dieciocho años de Fernández de Oviedo, eran tiempos de verdadero cambio, de transformación de la geografía de las nacionalidades europeas. ¿Cuál era ésta? Todos los manuales de historia lo recuerdan. Repasemos los datos esenciales. Había un poder centro europeo, germánico, la continuación del Sacro Imperio Romano-Germánico constituido muchos siglos antes, gran potencia que carecía de una verdadera unidad nacional. Todos sus miembros se sentían alemanes, por la comunidad de su lengua, pero eran prácticamente autónomos, salvo en problemas internacionales, porque éstos correspondían al Emperador, que para serlo había de ser elegido --no lo olvidemos-- por los grandes príncipes soberanos, entre los que se contaban tres obispos-reyes. El Pfalz (Palatinado), Sajonia, Baviera y Austria (tierra patrimonial de los Habsburgo, descendientes de los Stauffen) completaban el cuadro. El Imperio estaba institucionalmente ligado a Roma, porque los Emperadores, para serlo, habían de ser coronados por el Pontífice romano, pero su importancia estaba amenazada por la poderosa embestida del imperio otomano, que iba sometiendo a los territorios orientales de la cuenca del Danubio, otrora influidos por Bizancio o por el propio imperio germánico.
El mapa de los pueblos cristianos consideraba al Imperio como la muralla oriental contra los ataques, musulmanes --porque los turcos otomanos se habían convertido al mahometismo-- y aún vivían en sus conflictos interiores, donde los grandes señores feudales desafiaban la autoridad de los reyes. Tal era el caso de Francia, que puede parecer a los ojos de hoy, si no se profundiza demasiado, como una nación homogénea, pero que en realidad era un mosaico de grandes Duques, como el de Borgoña, que se consideraba más poderoso que el propio Rey. La política sinuosa de Luis XI --contemporáneo de Juan II de Aragón-- había ido echando los cimientos de una unidad bajo una nueva monarquía fuerte. Preparaba la grandeza de un solo rey, Francisco I, el rival, ya en el siglo XVI, de Carlos I de España, y futuro Emperador, el monarca al que dirigirá esta obra El Sumario Fernández de Oviedo.
Inglaterra no vale la pena mencionarla, pues aunque en un comienzo intentó imitar a los exploradores náuticos españoles, utilizando también a un italiano, Juan Caboto Montecaluña1, su ímpetu en aquellos años se apagó muy pronto, y no tuvieron repercusión sus hechos en el mundo en que le tocó vivir a Fernández de Oviedo. Si Enrique VIII, casado con una tía de Carlos I, se presentaba como candidato al Imperio, o titubeaba en obedecer a la Santa Sede o no, eran para el cronista incidentes que no le apartaron de su labor. No así lo de Italia.
Porque Italia ha sido campo de batalla desde que los romanos expulsaron a los galos cisalpinos. Imperiales y pontificales, güelfos y gibelinos, vénetos y genoveses, mantuanos y florentinos habían ensombrecido y enrojecido las tierras italianas. Y desde siglos antes, normandos y Stauffen habían peleado por Sicilia, y después los aragoneses-catalanes, con sus mercenarios almogávares, se instalaban en aquellas tierras que por último señorearía el Magnánimo Alfonso V, un castellano aragonesado y, por último, napolitanizado y entronizado en el friso inmortal de la puerta mayor del Castel Nuovo, que él mismo ordenara construir. Italia sería luego presa de la política del Católico rey Fernando --el esposo de Isabel de Castilla-- en connivencia con el Rey de Francia. Aquello sí que le tocaría de cerca al futuro cronista de las cosas de las Indias... y de otros miles de folios de empresas literarias muy distintas, como veremos. El historiador Denifle --pensando en Lutero-- solía escribir que no se sabe si los tiempos hacen a los hombres, o si los hombres hacen a los tiempos; en el caso de Fernández de Oviedo no podemos pensar que él conformara el desarrollo de la historia europea --ni siquiera la indiana--, sino que, más bien, fueron los tiempos (sus tiempos) los que le conformaron a él.
Los años finales del siglo XV y toda la primera mitad del siglo XVI --o sea, los de la vida de Fernández de Oviedo-- fueron el marco temporal de la gran transformación del mundo europeo, y del mundo en general. Son los años, como dirían los historiadores que encasillan los tiempos en siglos y épocas, de la transición de la Edad Media a la Edad Moderna, del abandono de las formas feudales --con la arquitectura gótica entre otras cosas-- por las monarquías absolutas, por la estabilización de las nacionalidades europeas, de la aparición (ya anunciada con pujanza desde 1420, en que Alfonso V de Aragón conquistara Nápoles) del que hoy llamamos Renacimiento, pero que como tal renacer de la Cultura grecorromana era ya un sentimiento generalizado entre las gentes del siglo XV, afirmado con plenitud en las de la siguiente centuria. Estos cambios afectaron sensiblemente a Fernández de Oviedo, que tan pronto se interesará por la Historia Natural --como prueba en el Sumario que editamos ahora-- como se preocupará por los viejos linajes nacidos en los siglos anteriores, o por las luchas heroicas de los tirantes y héroes de la lucha contra el invasor otomano. Nacido cuando había en la península cinco reinos (Portugal, Navarra, Castilla-León, Aragón y Granada), Fernández de Oviedo vería cómo, ante sus ojos, todo esto se transformaba en dos reinos --España y Portugal--, con la esperanza, por la política matrimonial de los Reyes Católicos, de que la Corona lusitana entrara en el juego de la Unidad. Que su Rey y Emperador casara con una princesa portuguesa era el anuncio de la posibilidad de que el hijo de esta unión pudiera cumplir el designio antiguo de conseguir la unificación peninsular. Su fallecimiento --muy anterior a 1580-- no le permitiría ver a las tropas del Duque de Alba avanzando hasta Lisboa, ni la derrota en las islas de los Azores de la flota del pretendiente, D. Antonio de Crato.
La expansión de la influencia española por Europa no podía dejar de impresionarle, era un cambio tan evidente que cualquier otro lo hubiera notado, pero él, con una sensibilidad especial para darse cuenta de lo que pasaba en su torno, lo captó mejor. ¿Qué castellano del 1400 hubiera hablado --como él lo hace-- de Bruselas, como de tierra casi propia? El matrimonio de la infanta Juana con el hermoso Felipe de Flandes realmente ampliaba las fronteras de la recién salida España, como por el Levante ocurría con Nápoles, y en Liguria y Lombardía con la preponderancia española, que en Pavía llegaría (siendo ya Rey el nieto de los primeros monarcas que tuviera Fernández de Oviedo) a conseguir llevar a Madrid, prisionero, nada menos que al mismísimo Rey de Francia.
Toda esta historia es lo que le rodeó como español de España --ya veremos que esta aparente redundancia no lo es, porque luego Fernández de Oviedo sería un español indiano--, era su columna vertebral, su arraigo familiar y tradicional. Su mundo circundante se ampliaba también a sus ojos, y seguramente esta ampliación comenzaba ya a consignarla en sus cuadernos y notas, que fue uno de sus medios primarios de información.
Porque si grande era la transformación de su pequeño mundo hispano-europeo, era éste realmente pequeño (aunque pletórico de cultura y de semillas históricas a repartir a manos llenas) frente a ese otro mundo de todos los hombres: la Tierra. Fernández de Oviedo, de muy joven, sabe que las naves portuguesas habían hallado el cabo meridional del gran continente africano, y que surcaban ya un nuevo océano --el Índico-- que los llevaría hasta la auténtica India. Pero esto ya se esperaba, porque desde 1414 --en que se adquiere Ceuta-- los portugueses no habían cejado en buscar un paso hacia Oriente, aunque para ello tuvieran que circunnavegar todo el continente negro. Seguramente cuando tenía catorce o quince años su memoria quedaría impresionada porque los castellanos ya no hablaban de la India lejana en el Levante, en el Oriente, sino de Las Indias, a las que había llegado una flotilla pequeña y valiente en 1492. Recibiría la noticia, como todos sus contemporáneos, con curiosidad y hasta con asombro, ignorando todavía que su último destino estaba allí, en el Poniente, en el lugar donde moría el sol. Porque las transformaciones eran mucho mayores que las de la política europea.
El Mundo, con mayúscula, se había ido transformando a los ojos de las gentes --entre ellas Fernández de Oviedo-- desde fines del siglo XV hasta mediados del siglo XVI. No es, naturalmente, que hubiera cambiado lo que existía desde el comienzo de los tiempos, sino que el Mundo que conocieron los medievales quedaba empequeñecido por el que se iba conociendo, en virtud de las navegaciones y penetraciones en las nuevas tierras de lusitanos y españoles, especialmente por estos últimos, que era, como es lógico, lo que atañía más directamente a Fernández de Oviedo. Le atañía personalmente, porque gran parte de los hechos que determinaban este nuevo conocimiento de cómo eran las tierras de la Tierra --valga la repetición-- se habían producido estando él en las propias Indias, o en las inmediateces del centro neurálgico de la gobernación de las mismas, en España. Como veremos luego, él había pasado al Nuevo Mundo con Pedrarias Dávila, cuando ya se tenía noticia de que se había descubierto una nueva Mar: la del Sur.
Desde entonces, hasta el momento de su muerte, el pequeño virreinato que provisionalmente rigiera Diego Colón desde la isla Española, se había ampliado --ante Fernández de Oviedo-- hasta fronteras impensadas. La flota de Magallanes --trágicamente muerto en Mactán (Filipinas)-- regresaba de dar la vuelta al Mundo, dejando, de paso, la importante noticia geográfica de la extensión continental de Sudamérica hasta el Estrecho magallánico. Desde Cuba, Hernán Cortés había pasado al continente septentrional y conquistado un imperio, y desde la Panamá fundada por Pedrarias, los Pizarro conquistaban aún otro imperio. Tanto descubrimiento, tanta navegación, tantas rutas terrestres exploradas, grandes ríos descubiertos --como el Amazonas-- habían producido la creación, en España, de organismos que administraran los inmensos territorios sometidos a la soberanía de la Corona española. Se habían dictado Leyes, creado el Consejo Real y Supremo de las Indias, y establecido dos virreinatos, uno para la Nueva España (México) y otro para la Nueva Castilla (Perú), así como Audiencias, obispados, adelantamientos y gobernaciones. Todo este mundo había crecido --insistamos-- durante el curso vital de un hombre cuya biografía y obra pasamos a estudiar: Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés.